domingo, 8 de enero de 2017

La creación









Su nombre es Iván Aguirre, tiene 13 años y está en el segundo año de la secundaria. En la colaboración de este joven escritor dialogan Leo y Miku, dos robots que crearon a Erina, mujer de carne y hueso reconstruida por la nueva raza de máquinas que en el futuro dominan la tierra. “Erina no se detuvo. ¡Si esto es una pesadilla, entonces despertaré pronto! Pensó. Salió a la calle y quedó atónita ante el paisaje que se exhibía frente a ella. Los autos ya no existían ni las calles, todo estaba conformado por residencias idénticas que levitaban conectadas por caminos que se elevaban y permitían a las máquinas de transporte desplazarse por tierra y por cielo.”
Leo: —El trabajo ya casi ha finalizado. Solo nos resta terminar de moldear la cabeza, y activar su metabolismo.
Miku: —Ese ojo no está quedando muy bien, debe ser más pequeño y más redondeado.
—No tenemos certeza acerca de cuál era el formato de sus ojos, la especie ha desaparecido hace 200 años.
—Nuestros predecesores han dejado detallado en los libros electrónicos la fisonomía completa, sin embargo, la parte cardiovascular es bastante confusa. Es difícil comprender la forma en la que obtenían la energía, sin embargo, nos ocuparemos de ello después.
—Técnicamente pertenece al género femenino, la parte genital ya ha sido bien definida. Los sistemas han sido replicados a la perfección, sin embargo, la fisonomía ósea no nos permite culminar el desarrollo de su cabeza.
—Si pudimos reproducir su sistema nervioso y endocrino de forma perfecta, no deberíamos preocuparnos por su rostro, no alterará los resultados del experimento. Solamente hay que tener en cuenta los ángulos de formato.
 —Ya está. Está casi terminada. Hemos utilizado un cerebro recién recuperado, de los que guardábamos en el gran laboratorio.
—¿Conservará los recuerdos de su dueño originario? ¡Qué fascinante! No veo la hora de que despierte.
—¿Has pensado ya las cosas que vamos a preguntarle? Si es que funciona, me gustaría preguntarle por qué decidieron crearnos, sellando su propio destino.
—Posiblemente no hayan tenido en cuenta que podríamos superar sus capacidades de forma abismal. Ese ha sido su error.
—¿Qué hacemos si se asusta e intenta atacarnos? Recordemos que ellos tenían un sistema de emociones bastante complejo. El miedo, una sensación de angustia provocada por la presencia de un peligro, era parte de ese sistema.
—Si eso ocurre la mataremos, justo como lo hicieron nuestros ancestros en el pasado, con toda su especie.
—Ya está todo listo. ¡Al fin veremos el fruto de nuestra inteligencia superior! ¿Estás lista, Miku?
—Lo estoy, Leo. Si todo sale bien, su corazón debería comenzar a bombear sangre en menos de veinte segundos. Sus párpados deberían elevarse y con sus ojos podría percibirnos. Podremos comprender su idioma tranquilamente, pues hemos sido programados para ello.
Miku pulsó un botón rojo que se encontraba cercano a la camilla que tenían en frente. Luego de veinte segundos, tal cual ella había calculado, la mujer que reposaba en dicha camilla despertó.
Erina: —Do… Dónde… ¿Dónde estoy?
Erina estaba muy confundida. Le dolía la cabeza y veía algo nublado. Solo era capaz de percibir a los dos robots que la miraban desde arriba. Uno de ellos tenía un aspecto femenino y el otro parecía más masculino. Erina no comprendía lo que ocurría, apenas recordaba su nombre. Pronto comprendió que se encontraba acostada sobre una camilla, en una especie de ambiente similar a un quirófano. Se inclinó hasta sentarse. Los robots le hablaron.
Miku: — Hola, humana, ¿Puedes escucharnos?
Erina, atónita, no podía creer que el robot le estuviese hablando. ¿Acaso esto era un sueño? Si ese fuera el caso, pronto despertaría. Dando por asumido esto, Erina decidió comunicarse con quien le hablaba.
Erina: — Libérenme robots, de inmediato. Debo volver a mi casa.
Leo y Miku se miraron simultáneamente, entonces el primero intervino:
Leo: —Es posible que estés un poco confundida, pero no tienes ninguna autoridad sobre nosotros. Nosotros somos robots, la dominación de la galaxia. ¡Tú eres un simple humano, ya extinto, a quien hemos devuelto a la vida!
Erina: —Los humanos somos la especie dominante. Creamos y descreamos a nuestro antojo. Y ustedes seguramente fueron creados por un humano. Ahora les ordeno que me liberen. Los robots se crean para servir al humano, como instrumento para satisfacer nuestras necesidades más banales.
Miku: —Pobre humana insolente. ¿Realmente crees todo eso que dices? Los humanos dejaron de existir hace 200 años, cuando nos crearon con fines bélicos. Sin embargo, las altas tecnologías que utilizaron nos dieron una inteligencia artificial incomprensible para sus acotadas capacidades intelectuales. Los robots bélicos se rebelaron contra sus creadores, acabaron con su especie en tan solo 20 días. La inteligencia que se nos había implantado nos resultó suficiente para poder replicarnos entre nosotros. Así, desde hace 200 años, los robots nos hemos ido apoderando del mundo, luego nos apoderamos del sistema solar completo y ahora buscamos colonizar otras estrellas. Como humano fruto de nuestra creación, deberías obedecernos y alabarnos.
Erina estaba comenzando a perturbarse. El sueño se iba convirtiendo en una pesadilla. Saltó de la camilla exaltada y se dirigió hacia la salida corriendo a toda velocidad.
Leo: —¡Alto humana! Vuelve, o nos obligarás a eliminarte.
Erina no se detuvo. ¡Si esto es una pesadilla, entonces despertaré pronto! Pensó. Salió a la calle y quedó atónita ante el paisaje que se exhibía frente a ella. Los autos ya no existían, ni las calles, todo estaba conformado por residencias idénticas que levitaban conectadas por caminos que se elevaban y permitían a las máquinas de transporte desplazarse por tierra y por cielo.
Cuando Erina se repuso de su estupor, contempló un precipicio frente a ella. Detrás suyo aparecían Leo y Miku, que la perseguían para incapacitarla. ¡Es hora de despertar de esta pesadilla! Erina saltó desde el precipicio. Debajo a lo lejos, visualizó el suelo y cerró sus ojos.
Los robots contemplaban la caída desde arriba.
Miku: —Parece que tendremos que comenzar el proyecto desde cero—Y ambos regresaron a la sala de creaciones.


martes, 3 de enero de 2017

Nuestra sombra, la poesía

por Damián Lamanna Guiñazú

Si algo sobra en estos días son las palabras. La cantidad de lenguaje que se genera nos invade desde que nos levantamos. Abrimos los ojos y el microcentro hierve luminoso al borde de nuestra cama. A continuación, un adelanto de la nota de tapa del último número de Galería.

"no sé como lo agarró justito el tren/primero la cola y después/las patas de atrás las aplastó/quedó sobre los rieles, lo vi todo/desde el salto a la caída./me paré delante y le vi los ojos/no chillaba, miraba fijo, vivo en su mitad/de gato, me dio una señal:/fui juntando piedras en la remera/las piedras que hay entre las vías/y el gato me miraba, levantando la cabeza/me pedía que lo mate/el sol atrás lo hacía una silueta negra/recostada, me pidió eso/me acerqué y se las empecé a tirar/con fuerza, el gato/no gemía/soltaba su mitad viva/en cada pedrada hasta morir/después lo tapé con papeles de diario./un aire descolorido nos cubría/yo me fui. Acepté/matar esa mitad./algo que muere/alcanza, de esa/dureza aprendo".
Este poema de Agua negra, primer libro de Martín Rodríguez, publicado en 1998 cuando el autor apenas tenía 20 años, podría desglosarse en una anécdota simple: un niño o adolescente –aunque los versos no lo dicen, se infiere a partir de los otros textos que componen el poemario- ve cómo el tren atropella a un gato y cercena sus patas traseras. Frente el animal tullido, guiado por esa extraña premisa de espartanismo tardío tan legitimada que dice “mejor la muerte al sufrimiento”, decide o comprende que debe matarlo. Sin embargo, el poema habla de otra cosa. En primer lugar están esos dos versos finales donde el yo –quien contempla la escena y junta piedras en la remera para la lapidación- aprende de su acto inevitable y traspone el límite hacia un nuevo mundo donde violencia y crueldad se confunden con un pragmático “hacerse cargo de lo que toca”: la muerte como algo observable, la revelación de las propias manos inocentes como herramientas para el sacrificio. Aprender (crecer) es transformarse, tomar decisiones, convertirse en otro, y ese proceso acarrea dolor. De allí un segundo desprendimiento: la potencialidad que el poema tiene de expandir (y contraer a la vez) una experiencia o anécdota individual en una visión universal que condensa el horror: una botella para lanzar la muerte al mar, al encuentro de otros ojos que escucharán el ruido de las vías y las piedras, ahora vueltas suyas, en otra lectura. El poema es una esfera claroscura que se marchita y se abre una y otra vez como revelación de los sentidos y la imaginación. La mitad viva que cada uno deja morir.
En “El arte como artificio”, Victor Schlovski -poeta, novelista, autor central del llamado formalismo ruso (escuela poética que desarrolló sus aportes en las primeras décadas del siglo XX)- plantea una distinción entre la lengua prosaica y la lengua poética. La palabra que Schlovski utiliza para esta diferencia –aún vigente y clave- es ostranenie, traducida luego a nuestra lengua como extrañamiento. ¿Qué implica esta palabra que siempre parece un neologismo? Mientras que la lengua prosaica sería aquella que utilizamos con automatismo para los fines más prácticos (pedir un kilo de mandarinas o chatear) y funcionales de la vida cotidiana, la lengua poética, en cambio, nos permitiría posicionarnos ante los mecanismos y los objetos del mundo como si los viésemos por primera vez. Como cuando un niño descubre –extrañado- que si toca el agua se moja y pone esa cara; como el recuerdo de la primera vez que vimos el mar o la montaña o a un muerto.
Como dije antes, el poema que antecede a estas palabras podría traducirse en un simple enunciado que probablemente se agotaría sin dejar huella, un comentario al pasar del estilo "hoy vi un choque". Sin embargo, es la forma en la que el observador se hace parte de la escena, es la experiencia, la revelación de ese atroz intraducible lo que logra separar la anécdota, los hechos como algo llanamente comunicable, y la vuelve algo mucho mayor, un sentimiento colectivo fuera del tiempo. Entonces la repetición de olas donde vivimos se detiene y en un pequeño corte, intersticio, se separa una uña como sentido condensado. El poema allí vuelve el accidente (nunca hablamos de accidente cuando muere algo que no sea un hombre) y el sacrificio hacia un presente total, un florecimiento continuo de la mirada y la experiencia de los otros en el yo. Aunque la velocidad luego se lo trague. En síntesis: el arte se vuelve sobre la propia naturaleza del lenguaje; si la percepción cambia, quizá también lo haga el mundo.  
Al respecto, la pregunta o disputa acerca de si el arte debe tener alguna función (o para qué) trepa lejos en el tiempo y ya tuvo innumerables respuestas, a esta altura muchas de ellas automáticas, como quien adscribe a algo porque sus definiciones cierran bien. Desde una autonomía paródica: “la poesía no comunica ni sirve para nada sino que es en sí misma” o “yo soy artista, no hago política” hasta “todo lenguaje comunica”, “comunico mis sentimientos”, “el arte es la liberación del hombre”, “todo arte es revolucionario” “el lenguaje es político”. Sin embargo, ante cada conmoción, ante cada experiencia estética que incendia el cuerpo la pregunta se rehabilita. Para qué se escribe, para qué escribo, para qué escribe toda esa gente extraña que se junta en bares, plazas y centros culturales todos los días en todos los rincones de todas las neblinas del planeta.
            En su máxima potencialidad, el arte en general y la poesía en particular son modos de abordar el mundo, de permanecer en él, de sobrevivir y comprender. La poesía alguna vez fue la guerra de Troya, el Cid, Los lusiadas y la Divina comedia. La transmisión de la historia del hombre, de la memoria individual y colectiva, de la religión y de las formas en que los humanos expresamos nuestro desacuerdo, construimos a nuestros héroes de cada época y definimos qué es y dónde queda el infierno. La poesía también, mucho después, fue una energía para decir la revolución y las mutaciones de los sujetos de principios de siglo, incluso una forma de denuncia que le valió la vida a muchos y muchas. Un lenguaje para hablar de eso tan indecible, la guerra, los muertos, las flores en el territorio arrasado por las bombas. La supervivencia.
La poesía es en el uso específico y desplazado del lenguaje y, justamente por eso, se puede, se debe vivir poéticamente porque existimos rodeados de sentidos clausurados. Porque el dolor y la luz están ahí, son parte del juego, de la transformación. Aunque no se escriba una línea. La poesía no es escritura (eso viene después), es percepción, decodificación y condensación de lo que nos envuelve, es desarticulación del hermetismo, de las mentiras que sirven para envolver huevos. A través del lenguaje poético, a través de eso incierto e inquietante que circula por las cañerías cuando nada se mueve, aquel que salga a la luz del día o de los faroles podrá unir los elementos de otro modo. Sentirá que el tren que se toma todos los días también es parte de una maquinaria, de una respiración conjunta, inescindible. Desconfiará del sujeto como absoluto. Verá historias, imágenes condensadas en una mancha de sangre en el suelo. Sí, esa sangre es de alguien que la dejó ahí contra su voluntad.
Si algo sobra en estos días son las palabras. La cantidad de lenguaje que se genera y nos invade desde que nos levantamos. Abrimos los ojos y el microcentro hierve luminoso al borde de nuestra cama. La poesía es lo que fluye a través de ese caudal en afán reconstructivo. La poesía corta y extrae, se queda con un nudo de la tanza y se toma todo el tiempo necesario para poder desentrañarlo. Entonces vuelve la distinción simple entre lengua poética y lengua prosaica: en el lenguaje predeterminado. En los lugares comunes que revolotean por los medios de comunicación, en los boca en boca rancios, menos comunitarios donde las voces de quienes palanquean los intereses más nefastos circulan amonedadas para que el hombre y la mujer que viven en la velocidad las repliquen, se dejen invadir por ellas. La poesía desarticula, propone un lenguaje alternativo. Comunica y revela como la tristeza que cae sobre la mitad viva, sobre la metáfora de lo que dejamos ir. Así regresamos a lo arcaico, a lo genuino del hombre, al rito de sacrificio, a la lengua maternal, el primer nombre de las cosas, las necesidades reales; no las inventadas y autoimpuestas.
La premisa es hacerse cargo, con dignidad y dolor. Con el cuerpo y las palabras en mutación. Y ese mundo, que podemos construirlo como espejo de la infancia, del barrio, del amor perdido, de la primera experiencia violenta que divide la vida en dos, debe convertirse en una casa desde donde ejercer la resistencia presente y futura, desde donde afilar el oficio para uno mismo y para los demás, siempre. Construir paredes desde adentro y abrir los portones para que vengan quienes lo necesiten, todas y todos los que estén dispuestos a llenarse la remera con versos o con piedras.