jueves, 27 de octubre de 2016

Como un cauce de agua

Por Pamela Neme Scheij

La escritora Pamela Neme Scheij reflexiona acerca de la experiencia de la maternidad y la revolución de la vida, a partir del nacimiento su propia hija, Cielo. ¿Qué hay detrás de la práctica subjetiva? ¿Qué dice cada cuerpo que forma parte de este milagro fenomenal? Ilustración: Ana Barbieri.

Como un cauce de agua que, década tras década, fue adelgazando hasta casi extinguirse, la experiencia del inicio de la maternidad con cada nuevo hijo nos fue robada, o al menos eso creo que nos ocurrió masivamente a las mujeres. El barranco es visible: nos desconectamos de quiénes somos genérica y mamíferamente, no sólo en términos individuales, sino también generacionales, de un tiempo largo de la historia humana a esta parte, a velocidad progresiva, a veces inconsciente, a veces en una lucha interna por no ser cooptadas o por revisar y volver a empezar desde donde podamos. Como un desnaturalizar y reaprender de nosotras mismas y de las otras.

Hace algunos años, en encuentros con una amiga en que hablábamos de nosotras como minas,  nacidas y educadas a partir y a través de determinadas expectativas y moldeadísimos estereotipos, decidí abandonar las pastillas anticonceptivas. No quería regir químicamente mis ciclos reproductivos. No quería ser rehén voluntaria de la farmacologización de mi cuerpo. Un tiempo antes, había tomado conciencia de que cada mes no quería quejarme de que “me había venido”. Empecé a sentir ganas de amigarme con mi cuerpo también desde aquello que dejo ir o que me abandona para continuar el movimiento de la vida. Empecé a valorar mis menstruaciones como signo de fertilidad. Empecé a lavar mi sangre con atención y respeto.

Todos estos descubrimientos fueron para mí una fuerza imparable que necesité compartir, que, en cierta manera, gracias a compartirla, pude reafirmar. Nos acompañamos, cada una a su tiempo, con estas amigas, en decisiones muy cercanas. Fue hermoso sentir que empezaba a reconectar con una raíz que no sabía cómo era, de dónde venía.

Se cruzaron por mis manos, por mi pantalla, libros sobre sexualidad, maternidades, partos respetados, “humanizados”, sobre el goce al parir. Me colmé de curiosidad y acudí a más encuentros para saber de otras mujeres en las mismas búsquedas. Ni cerca estaba de querer ser madre aún, pero el darme cuenta de que había muchas maneras de serlo, justamente, me estalló la cabeza. Claro, yo no había indagado ni afuera, ni en mí hasta hacía muy poco tiempo. Claro, tenía en mi cuerpo las marcas de hasta dónde habían llegado las búsquedas de las otras mujeres que me anteceden, hasta dónde habían sabido y aceptado. Esos modelos en que a una la educan en cierta supuesta normalidad.

Pisé el punto clave: estaba develando quién era y qué quería para mi cuerpo, para mi goce, para mi potencial descendencia, para venir al mundo que habito.

Y no tuve más dudas: no podía avanzar ni un pasito más sin preguntarme. Y no podía ya desobedecer mis pulsiones de autorregulación, de autodeterminación.

Cuando con mi pareja decidimos encontrarnos con nuestro primer hijo, que resultó ser Cielo, nuestra primera hija, ambos encaramos todo ese proceso convencidos del amor y el respeto con que deseábamos engendrarla, cuidarla en mi vientre, permitirle nacer. Nos empoderamos posta. Nunca había experimentado algo igual. Sentía que mi libertad era toda mía y de mi hija. Que juntas haríamos lo que necesitáramos y deseáramos porque no permitiríamos que desacralizaran una de las cifras de nuestras vidas, ni en los aspectos en apariencia minúsculos.

En ese trayecto supe de historias de partos, de nacimientos que me desgarraron el alma. Supe de prácticas médicas violentas, inconscientes, vejatorias, tan protocolarmente naturalizadas hasta para las mismas madres que sentí impotencia y, a la vez, mayor convencimiento sobre cuál era mi búsqueda personal, en qué otras prácticas de libertad particulares y colectivas se enmarcaba. Éramos muchas, algunas que desde hacía décadas, simplemente como madres, pero también como parteras, como doulas, etc., en algún momento de la vida nos quisimos ver y empezamos a cuestionar unos estados de cosas metidos hasta el útero con miedo, con vergüenza, con insatisfacción y resignación.

No tengo dudas de que esta búsqueda de reconexión es paulatina y colectiva. Que se basa de manera genuina no sólo en los deseos y fantasías individuales, sino en lazos de género que nos encuentran calladas o a los gritos, pero tratando de vislumbrar nuevas o renovadas prácticas, formas de nombrar y de aceptar (nos). Yo creo en la necesidad fuertísima de romper con ese prejuicio general de que “las mujeres competimos”, porque eso no es así, las mujeres nos queremos, pero para sacarlo afuera precisamos querernos de verdad a nosotras mismas en nuestra mayor intimidad y para ello, también nos urge conocernos transgrediendo patrones aprendidos, desenmascarando los deberes que nos ponen rígidas, que nos encierran.

Y en función de esto último, también creo que debemos tener muy presente que las experiencias de cada una deben resultar representativas y ser respetadas. Que deben entenderse en contexto y compartirse sin juicios inútiles. Quiero decir, que una de las formas de acercarnos es contarnos quiénes somos, qué vivimos, qué deseamos, sin tipificar, sin clasificarnos. Dándonos cuenta de que andamos en movimiento y que cada vivencia es un ejemplo para una y para las otras, un aprendizaje para el crecimiento de nuestra conciencia en lo individual y en el compartir colectivo.

Volviendo a una de las vivencias que quise relatar en este texto, la del nacimiento de Cielo, la de mi primer parto, debo decir que, si bien para mí resultó lo más maravilloso de mi existencia por la adrenalina que me atravesó, por la explosión de tener que entregarme a una acción ineludible sin poder controlar nada (uno de los mayores esfuerzos en mi desaprender para aprender), o sea, el tener que patear mis ideas para meterle garra a lo desconocido, pasional, esforzado, temible, por momentos, para que naciera mi hija, fue justamente su entrada a este mundo lo más inspirador y esperanzador. Todas mis aspiraciones como persona en esta vida se sintetizaron en el modo en que nació Cielo. Y somos cada vez más quienes sabemos que no da igual cómo nuestros hijos puedan nacer. No es dónde, con quiénes, nada más. Es con qué intenciones a su alrededor, con qué conciencia y aprecio a la libertad de ser. Es darle la bienvenida en un clima de fiesta, donde el amor sea una verdad materializada en el silencio, en la palabra mínima, en la suavidad al tocar, al mirar. Donde el amor sea el apego a la madre, la teta enorme en la trompita diminuta y no el protocolo de vacunas, baños, revisaciones, “lo que hay que hacer”. Quiero decir, yo sé que si no mediasen el miedo y la desinformación, la jerarquía del saber impuesta y demás estrafalarias posturas, ninguna de nosotras elegiríamos que nuestros hijos tengan como primeras experiencias de vida lo que menos nos satisface a nosotras mismas, es decir, que nos manipulen, nos den órdenes, nos alejen de las personas que más necesitamos para sentirnos contenidas, comprendidas.


Por eso, cada vez tenemos que juntarnos más. Necesitamos pasarnos la posta para informarnos, descubrirnos, hacernos tantas preguntas que no nos quede otra forma de andar que la de enfrentarnos a nuestra mudez más internalizada, a los que quieran adueñarse de nuestra potencia creadora.